¿Por que comemos 12 uvas en Nochevieja?
Cada 31 de diciembre, pocos segundos antes de la medianoche, España entra en un extraño acuerdo colectivo: masticar a la vez. En casas y plazas, en barras y salones, doce uvas esperan su turno como pequeñas cápsulas de tiempo. No es solo un gesto festivo. Durante años fue una costumbre practicada por algunos, hasta que terminó extendiéndose y convirtiéndose en un rito nacional. Pero ¿cómo sucedió?
Si alguien pregunta por qué se toman 12 uvas en el tránsito de un año al otro, la explicación suele resolverse con una frase rápida y quizá poco pensada: “son los 12 meses, una uva por mes”. Pero su historia es más interesante… y no está del todo clara.
Un reloj que marca más que la hora
El escenario simbólico de las uvas es la Puerta del Sol, en Madrid, y su reloj: el Reloj de Gobernación. Lo construyó el relojero José Rodríguez Losada y se inauguró el 19 de noviembre de 1866, en tiempos de Isabel II.
Ese reloj no solo da las campanadas. Con los años se convirtió en una especie de “hora oficial” emocional: el punto exacto en el que un país entero decide que el año ha terminado y que el siguiente empieza ya, ahora, en este segundo.
La pista de finales del XIX: calle, uvas y un gesto con retranca
Lo que ocurre después no nace como una gran ceremonia, sino como tantas cosas: por imitación, por guasa y por costumbre. A finales del siglo XIX ya circulaba la idea de despedir el año con uvas, pero una de las explicaciones más repetidas sitúa un momento clave en 1882, cuando el Ayuntamiento impuso una tasa a quienes salían a recibir a los Reyes Magos. La respuesta de parte del Madrid popular fue salir igualmente y convertir la uva en gesto irónico: una manera de reírse de las normas y, de paso, de ciertas costumbres burguesas del momento.
Lo importante aquí no es solo el detalle del bando, sino la lógica: a veces una tradición empieza como parodia. Y lo que al principio es cosa de unos pocos, si se repite lo suficiente, termina pareciendo “de toda la vida”.
1909: cuando el campo ayuda a que el rito se quede
A esa base —todavía irregular, todavía no del todo uniforme— se le suma una pieza decisiva: la uva como producto. La teoría más popular sitúa en 1909 una cosecha especialmente abundante en Alicante y el impulso de algunos productores para promover la costumbre de tomar uvas en Nochevieja y dar salida al excedente, asociándolo además a la “suerte”.
No hace falta imaginar una campaña perfecta ni un plan maestro. Basta con que un hábito exista, el producto esté disponible y el mensaje sea fácil de repetir. A partir de ahí, el calendario hace el resto.
Por qué exactamente doce
Doce es un número cómodo: coincide con los meses, con la idea de “ciclo completo” y, sobre todo, con la coreografía del reloj. Las campanadas convierten el tiempo en sonido; las uvas lo convierten en gesto. Y el gesto necesita una unidad clara para que millones de personas puedan sincronizarse sin ponerse de acuerdo previamente. Por eso, año tras año, vuelve la misma advertencia: “ojo con los cuartos”, esas señales previas que confunden a quien se adelanta.
La televisión lo hizo país
Durante décadas, tomar las uvas podía ser un ritual de familia, de barrio o de plaza. Pero en 1962, Televisión Española retransmite por primera vez las campanadas y convierte esa escena en un evento nacional compartido.
Desde entonces, el reloj deja de ser solo madrileño: entra en los hogares como una ventana común. La tradición ya no depende de estar en Sol; basta con mirar la pantalla y seguir el ritmo.
Lo que realmente celebramos cuando tragamos a toda prisa
Desde fuera, doce uvas pueden parecer una excentricidad simpática. Desde dentro, funcionan como un pequeño ritual de control: el año nuevo es incertidumbre, pero el cuerpo tiene un guion. Contar, esperar, masticar, reírse si uno se atraganta, brindar al final. En un país diverso, con cenas distintas y acentos distintos, el minuto de las uvas ofrece una escena compartida: durante 36 segundos, todos hacemos lo mismo.
Y quizá por eso sobrevive. Porque no exige creer en la suerte, ni en amuletos, ni en nada sobrenatural. Solo pide participar. Doce uvas, un reloj y la sensación —breve pero poderosa— de que, por una vez, el tiempo nos pilla juntos.
Patricia González
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