7 costumbres francesas en la mesa que desconciertan a cualquier español

Hay pocas cosas que nos gusten más a los españoles —tan aficionados a nuestras tradiciones— que poner en cuestión (o directamente mirar con desconfianza) las costumbres del vecino. Especialmente si ese vecino bebe vino tinto de Burdeos, se come una baguette en lugar de un buen pan de Cea, y considera que las doce del mediodía es una hora perfectamente válida para almorzar. Sí, hablamos de los franceses.
Los admiramos, no vamos a negarlo: sus panes, sus vinos, sus quesos, sus postres… Pero a la vez, sus hábitos en la mesa nos dejan descolocados. ¿Una ensalada después del entrecot? ¿Un foie gras que no se unta? El desconcierto está servido.
Si alguna vez has cruzado los Pirineos y te has sentado a una mesa gala pensando que ibas a empezar con una ensaladita y terminar con café y chupito, prepárate. Aquí van siete costumbres culinarias francesas que, desde la óptica española, pueden resultar cuanto menos… peculiares.
El queso, para el final (sí, después del entrecot)
En España, el queso suele abrir la comida. Ya sea de tapa acompañando a una buena caña de cerveza fresquita o como entrante en una tabla que suele ir acompañado de jamón serrano y otros embutidos y chacinas. Manchego, cabrales o idiazábal, da igual el tipo, para nosotros, un buen queso acompañado de un buen cuscurro de pan es una manera sabrosa de empezar.
En Francia, sin embargo, el queso llega después del plato principal, justo antes del postre. Se presenta con sobriedad y variedad, brie, camembert, roquefort, y se degusta con calma y... ¡sin aceite, ni almendras!
Para quien cruza los Pirineos con el estómago español, puede parecer que han desordenado el menú. Pero no: es otra forma de entender el orden de los placeres en la mesa.
La ensalada se toma al final (cuando ya creías que habías acabado)
En España, la ensalada es la eterna telonera: se sirve al principio o como acompañamiento discreto del segundo plato. Nos gusta ver la lechuga, a mezclada con atún, huevo duro y aliñada sin contemplaciones. A veces, con un buen tomate rosa de Barbastro y una pizca de aceite picual es suficiente.
En Francia, en cambio, aparece cuando menos te lo esperas: después del plato principal y antes del postre. Sola, ligera y con una buena vinagreta. No busca impresionar, sino limpiar el paladar y poner orden digestivo tras el festín.
Para el comensal español, que ya estaba pensando en el café, ese cuenco verde de último minuto puede resultar desconcertante. Pero en la lógica francesa, todo tiene su sitio. Incluso la lechuga.
En Francia, el gin-tonic se toma antes de comer
En España, los espirituosos, ese gintonic generoso, ese ron con cola dulzón, llegan cuando la comida ha terminado y la conversación entra en terreno resbaladizo. Son el broche alcohólico de la sobremesa, el pistoletazo de salida para la parte “distendida” del almuerzo o la cena.
En Francia, sin embargo, los combinados y tragos largos tienen otro papel: el de abrir el apetito. Se sirven durante el célebre apéro, ese momento sagrado previo a la comida principal en el que se toma algo, vino, champagne, pastis o incluso un cóctel, acompañado de pequeños bocados: aceitunas, frutos secos o lo que toque. No es el fin de fiesta, es el prólogo.
A ojos españoles, puede parecer que están empezando la casa por el tejado. Pero en Francia, se hace así.
Comer a las doce y cenar a las siete y media
En España, los horarios de las comidas siguen una lógica propia, algo caótica pero perfectamente asumida. Almorzar a las dos es lo normal, a las tres es lo habitual y, si se alarga hasta las cuatro, tampoco pasa nada. La cena rara vez empieza antes de las nueve, y sentarse a la mesa a las diez no escandaliza a nadie: forma parte del guion nacional.
En Francia, en cambio, el reloj manda. Se come entre las doce y la una y media, y se cena entre las siete y las ocho y media. Pasada esa hora, las cocinas cierran y la posibilidad de encontrar algo caliente se evapora con una puntualidad digna de una estación de tren.
No es que tengan prisa: simplemente están organizados de otra manera, más centroeuropea, si se quiere. Para un español, que a las siete aún está merendando un café con tostada o directamente pensando en la cena, ese ritmo puede parecer un reto fisiológico. Pero en Francia, funciona. Ellos ya están en el postre cuando tú aún estás abriendo la nevera.
Postres menos dulces (pero con más apellidos)
En España, el postre es el territorio del azúcar sin remordimientos: flan, arroz con leche, natillas, tarta de queso, tocino de cielo… todo con su buena dosis de azúcar y, si se puede, un toque de caramelo por encima. Nos gustan los finales dulces y sin ambigüedades.
En Francia, en cambio, los postres juegan en otra liga. Son más sutiles, menos empalagosos y, en general, más contenidos. Aquí no se busca un golpe de glucosa, sino un equilibrio refinado. La crème brûlée es suave, el clafoutis lleva más fruta que azúcar, y hasta los famosos éclairs, conocidos en España como petisús o relámpagos, tienen un dulzor moderado.
Para un español de paladar castizo, esa contención puede parecer un poco triste. Pero si uno baja la guardia, descubre que también hay placer en lo medido. Aunque se eche de menos una cucharada de leche condensada de vez en cuando.
El foie no se unta
En España, el paté y sus primos de alta cuna, como el foie gras, se extienden con devoción sobre una buena tosta de pan. Se unta con cuchillo de punta redonda, se reparte hasta las esquinas del pan y, si sobra, se repasa con otro trozo. Es casi un acto reflejo: lo tienes, lo untas.
En Francia, en cambio, lo correcto es colocar una porción sobre el pan y comérsela tal cual, sin extenderla. Un pequeño bloque de foie sobre una tostada, sin manipular demasiado, como si al hacerlo corrieras el riesgo de ofender a media Borgoña.
A ojos españoles, esa sobriedad puede parecer un despilfarro del potencial cremoso del producto. ¿Cómo resistirse a la tentación de extenderlo bien? Pero no: en Francia, se trata de disfrutar la textura, no de rebozar la baguette. Otra filosofía, otra forma de entender la elegancia.
Café solo, sin azúcar... y sin galletita
En España, el café después de comer es casi una prolongación —o el fiel compañero— del postre: cortado, con leche, con Baileys, con hielo si aprieta el calor, o con un licor más contundente si se te antoja un carajillo. Y, con un poco de suerte, viene acompañado de una galletita que aparece en el platillo como quien no quiere la cosa. Es un cierre amable, casi festivo.
En Francia, por lo general, el café llega solo. Muy solo. Aparece tras el postre, pequeño, negro, sin azúcar y sin compañía. Nada de dulces de cortesía ni espumas juguetonas. Es un final seco, directo y minimalista. Un punto y final sin adornos. Salvo en una excepción muy francesa: el café gourmand, esa fórmula redentora en la que una taza de espresso se rodea de una selección de mini postres como si posara para una foto de revista. Eso sí, más como capricho de restaurante que como costumbre cotidiana.
Para el paladar español, acostumbrado a rematar la comida con algo reconfortante, esa sobriedad puede parecer una retirada abrupta. Pero en la lógica francesa, el café no es un mimo: es el broche exacto de un ritual milimétricamente ejecutado. Ni más, ni menos. Y si lo quieres con leche… eso se toma por la mañana.
Ni mejores ni peores. Diferentes
Las costumbres gastronómicas, como casi todo en la vida, dependen del lugar donde hayas crecido, de lo que te ha servido tu madre y de lo que te parece "normal" sin que sepas muy bien por qué. Para un francés, cocinar con cantidades industriales de mantequilla es rutina. Para un español, usar mantequilla en vez de aceite de oliva puede parecer casi una provocación. Ellos comen ancas de rana; nosotros callos. Ellos no extienden el foie sobre el pan; nosotros lo untamos con la misma entrega que el tomate en una tostada. Y así, una larga lista de diferencias tan pequeñas como reveladoras. Pero en eso está el encanto de sentarse a una mesa fuera de casa: en dejar que te descoloquen, aunque sea un poco. Lo importante no es tanto el orden de los platos como el hecho de compartirlos.
¿Y tú?
¿Te has llevado alguna sorpresa gastronómica en Francia? Cuéntanos tu experiencia: ¿qué costumbre francesa te desconcertó más? ¿Cuál adoptaste sin pestañear? ¿Y cuál sigues sin entender? La mesa está servida para el debate.
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