¿Se puede chupar la cabeza de las gambas? Lo que conviene saber
La escena es conocida y, en España, casi costumbrista: llega la fuente de gambas, humeantes, rojas como si fueran de anuncio —gamba roja de Dénia, de Palamós; quisquilla de Motril; gamba blanca de Huelva— y alguien —siempre hay alguien— se queda con las cabezas como quien se reserva la mejor parte. Las gira entre los dedos, acerca la cabeza a la boca y succiona. Y sentencia: “No tenéis ni idea: aquí es donde se concentra todo el sabor. Estáis desperdiciando lo mejor”.
La pregunta, sin embargo, no es gastronómica. Es otra, más incómoda: ¿podemos chupar la cabeza de las gambas sin preocuparnos?
La respuesta no es un sí o un no, y por eso conviene explicarla bien. Porque en la cabeza de una gamba conviven dos verdades: la del placer y la de la biología.
Dos verdades que nos traen de cabeza
La primera la conoce cualquiera que haya cocinado este marisco alguna vez: la cabeza concentra grasa, jugos y compuestos aromáticos. Ahí ocurre la magia del calor: se intensifica el “sabor a mar”, se vuelve persistente, casi adictivo. Por eso tantas cocinas —domésticas y profesionales— doran las cabezas, las aplastan y las exprimen para una salsa, un arroz o un caldo.
La segunda verdad es menos apetecible, pero igual de real: en una gamba, la cabeza no es un adorno. En gran medida, es aparato digestivo. Y en los crustáceos hay un órgano clave, el hepatopáncreas, que funciona como hígado y páncreas a la vez. Esa pasta oscura y cremosa que muchos buscan al chupar procede, en buena parte, de ahí.
Y es precisamente ahí donde aparece el matiz importante.
La gamba en la habitación: el cadmio
El cadmio es un contaminante químico presente en el medioambiente. Por eso termina entrando en la cadena alimentaria: no solo en el marisco. De hecho, en una dieta habitual, una parte importante de la exposición puede venir de alimentos cotidianos como los cereales, no porque sean “especialmente altos”, sino porque se consumen a diario.
Entonces, ¿por qué se señala tanto la cabeza de los crustáceos? Por dos motivos simples: es una parte prescindible (se puede disfrutar de la gamba sin ella) y, además, no concentra el cadmio igual que la carne del abdomen.
La clave está en el hepatopáncreas: es una zona donde estos animales tienden a acumular más cadmio. Dicho sin rodeos: cuando alguien “chupa la cabeza”, muchas veces está ingiriendo justo la parte en la que puede concentrarse más.
¿Qué recomiendan las autoridades sanitarias?
En España, la recomendación sanitaria lleva años siendo clara: limitar el consumo de la carne oscura de la cabeza de los crustáceos para reducir la exposición al cadmio.
Y el matiz decisivo —el que de verdad ordena la decisión en la mesa— es este: el riesgo no se juega en una cena puntual, sino en la frecuencia. No es una cuestión de “me va a pasar algo hoy”, sino de exposición acumulada cuando ese gesto se vuelve habitual.
A escala europea, además, la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria) fija una referencia de exposición segura a largo plazo: una ingesta semanal tolerable de cadmio de 2,5 microgramos por kilo de peso corporal y semana. No es una cifra para hacer cuentas en la mesa; es un recordatorio de que hablamos de un contaminante que se gestiona, sobre todo, reduciendo la repetición.
En otras palabras: el problema no es la cabeza en una celebración. El problema es convertirla en costumbre automática.
Y conviene aclarar algo más: no hay truco ni técnica de cocina que elimine el cadmio. No se va con un hervor, no se neutraliza con limón y no se vuelve menos relevante porque el marisco esté fresco o lo hayamos comprado en la mejor pescadería.
La otra capa: frescura, conservación y cocción
A la química se le suma algo más inmediato: la cabeza es lo primero que se deteriora. En marisco, el tiempo y la temperatura no perdonan. Cuando no está fresco o se ha conservado mal, es más probable notar olores amoniacales o rancios y, sobre todo, tener una mala experiencia digestiva.
Aquí conviene separar planos: la cocción y la cadena de frío ayudan frente a los riesgos microbiológicos, pero no cambian la cantidad de cadmio. Son dos problemas distintos; los dos importan, pero no se resuelven con el mismo gesto.
Entonces… ¿se puede chupar la cabeza?
Si lo piensas en términos prácticos, la respuesta es esta: sí, de vez en cuando. Lo que conviene evitar es que se vuelva costumbre, sobre todo por esa parte oscura que muchos buscan.
Porque aquí el riesgo no funciona como un “hoy sí / hoy no”, sino como una suma: cuanto más a menudo entra en tu dieta, más cuenta. Por eso la recomendación sensata no es prohibir, sino reservarlo para ocasiones puntuales y no hacerlo siempre por inercia.
Un término medio sensato
Si quieres quedarte con lo mejor de ambos mundos (placer y prudencia) hay un camino elegante: usar las cabezas para cocinar y no para chuparlas directamente. Dóralas en aceite, aplástalas para que suelten aroma, deja que perfumen un caldo o una salsa, y después cuela y desecha. No convierte el asunto en inocuo (no hay “truco” que haga desaparecer un contaminante químico), pero sí evita lo más directo: ingerir tal cual, y de forma concentrada, esa carne oscura.
Y, por si ayuda a ordenar el debate: esto no va de prohibiciones ni de culpabilizar. Va de frecuencia. Y de comer —también— con cabeza.
AESAN-Recomendaciones de consumo de crustáceos para reducir la exposición de cadmio
Patricia González
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